Eduardo Montes de Oca - Bohemia.-Atrás quedaba el lánguido aeropuerto José Martí. Y el parisién Charles de Gaulle, quizás demasiado impersonal en su monumentalidad acristalada y su eficiencia hiperbórea. En él, más que todas las marcas Gucci, Armani, el glamour innegable, podría impresionar la cantidad de “metecos” (“bárbaros” de piel aceitunada o de betún por piel) que se desempeñan en mil labores; menores las más, por supuesto.
Por cierto, cuando partíamos, una negra preciosa, de ademanes paradigmáticamente galos, al entrever “mi rojo pasaporte” –que diría Maiakovski-, me espetó en perfecto español: “Que tenga un buen viaje…, señor”. Por poco me llama compañero. Creí intuírselo en un rostro que de pronto se me antojó ¿habanero?, ¿nostálgico?
Luego de sobrevolar la inmensa taigá siberiana (en sueños oía una voz: “Kalinka, Kalinka, Kalinka maiá”), desafortunadamente de noche, toda la estepa mongola y un desierto cuya blancura encandilaba (¿el de Gobi?), llegamos a Pekín. Y de Pekín, si me lo permiten, una primera impresión, que luego se fue transformando para mejor, no sé si por obra y gracia de la memoria afectiva: riqueza, pero riqueza un poco engolada, impostada, como la que se puede tener con solo 30 años de una reforma económica de resultados visibles para el más miope. Sí, tal vez de nuevos ricos los aires.