Luis Toledo Sande - Foto: Abel Padrón Padilla - Cubadebate.- Las Bases del Partido Revolucionario Cubano —escritas por José Martí, el fundador de la organización— enumeran los fines para los cuales el 10 de abril de 1892 se proclamó constituido ese cuerpo político, encargado, en lo inmediato, de conducir los preparativos de la guerra de liberación de Cuba. 


Desde esos preparativos debía sembrarse el pensamiento necesario para la república moral que el país necesitaba y merecía, y el cuarto artículo de las Bases fijó el propósito de “fundar en el ejercicio franco y cordial de las capacidades legítimas del hombre, un pueblo nuevo y de sincera democracia, capaz de vencer, por el orden del trabajo real y el equilibrio de las fuerzas sociales, los peligros de la libertad repentina en una sociedad compuesta para la esclavitud” (I, 279).*

Cuando Martí escribió ese documento y creó el Partido, venía de un largo recorrido en el que acumuló una rica experiencia. Al calificar de sincera la democracia que deseaba para su patria, expresó convicciones de quien, hijo de una colonia, había conocido las manquedades de las pretensas democracias que halló a su paso por distintos lares, desde la España de un breve lapso republicano, pasando por varios países de nuestra América ya independientes, hasta los Estados Unidos. Esa nación, que se presentaba ante el mundo, más que como un modelo, como el modelo de la democracia, era precisamente la potencia emergente que planeaba sustituir a la carcomida España en la dominación de Cuba, y adueñarse de esta.

De lograr su plan, la naciente potencia norteamericana incrementaría su poderío a tal punto que se permitiría hacer contra otros pueblos lo que le viniera en gana. Vale leer lo que sostuvo Martí en “El tercer año del Partido Revolucionario Cubano”, artículo publicado en el periódico Patria el 17 de abril de 1894:

“En el fiel de América están las Antillas, que serían, si esclavas, mero pontón de la guerra de una república imperial contra el mundo celoso y superior que se prepara ya a negarle el poder,—mero fortín de la Roma americana;—y si libres—y dignas de serlo por el orden de la libertad equitativa y trabajadora—serían en el continente la garantía del equilibrio, la de la independencia para la América española aún amenazada y la del honor para la gran república del Norte, que en el desarrollo de su territorio—por desdicha, feudal ya, y repartido en secciones hostiles—hallará más segura grandeza que en la innoble conquista de sus vecinos menores, y en la pelea inhumana que con la posesión de ellas abriría contra las potencias del orbe por el predominio del mundo” (III, 142).

De ahí que el 25 de marzo de 1895, en camino hacia la guerra en Cuba, le escribiera a su amigo dominicano Federico Henríquez y Carvajal: “Las Antillas libres salvarán la independencia de nuestra América, y el honor ya dudoso y lastimado de la América inglesa, y acaso acelerarán y fijarán el equilibrio del mundo” (IV, 111).

En campaña, el 18 de mayo de ese año, el día antes de caer en combate le escribió a su amigo mexicano Manuel Mercado la carta en que resumió el sentido de la misión que se había trazado. Aunque todavía habría que vencer al ejército español, le confesó al amigo: “ya estoy todos los días en peligro de dar mi vida por mi país y por mi deber—puesto que lo entiendo y tengo ánimos con que realizarlo—de impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América. Cuanto hice hasta hoy, y haré, es para eso” (IV, 167). Tal era la dimensión de la tarea que había echado sus hombros, y tal el papel que a la guerra por la liberación de Cuba le reconocía en el concierto continental y, por ese camino, planetario.

Pero el deshonor del que entendía Martí que era necesario librar a esa nación para bien de su propio pueblo, y de la humanidad, no empezaría para la potencia del Norte con sus campañas de todo tipo en pos de alcanzar la hegemonía mundial. Se agravaría con ellas, pero comenzó desde su fragua como país independiente, con los crímenes cometidos contra los pobladores originarios de las Trece Colonias británicas y sus alrededores, y con la esclavitud de seres humanos llevados desde África, y de descendientes de estos. Semejante realidad generaría también males internos.

Martí caló en ese sistema con una penetración que afianza la permanente vigencia de su pensamiento. No solo afirmó, en 1889, que, si “de la tiranía de España supo salvarse la América española”, le había llegado “la hora de declarar su segunda independencia”, más que amenazada ya entonces por la codicia de los Estados Unidos, resueltos a “ensayar en pueblos libres su sistema de colonización”. (VI, 46 y 57, respectivamente). Esas advertencias las hizo a propósito del Congreso Internacional que, celebrado en Washington en varias sesiones entre 1889 y 1890, fue cuna del panamericanismo imperialista, con todas sus falacias de reciprocidad comercial enfiladas a someter a nuestra América.

Con los males ocasionados a otros países, se agravaría también contra su propio pueblo en el interior de los Estados Unidos su deshonor sistémico, atravesado por el pugilato de una maquinaria política basada en un bipartidismo que supuestamente garantizaría el funcionamiento democrático.

En crónica fechada 8 de diciembre de 1886, y publicada en La Nación, de Buenos Aires, el 26 del siguiente enero, escribió Martí:

“El partido republicano, desacreditado con justicia por su abuso del gobierno, su intolerancia arrogante, su sistema de contribuciones excesivas, su mal reparto del sobrante del tesoro y de las tierras públicas, su falsificación sistemática del voto, su complicidad con las empresas poderosas, su desdén de los intereses de la mayoría, hubiera quedado sin duda por mucho tiempo fuera de capacidad para restablecerse en el poder, si el partido demócrata que le sucede no hubiera demostrado su confusión en los asuntos de resolución urgente, su imprevisión e indiferencia en las cuestiones esenciales que inquietan a la nación, y su afán predominante de apoderarse, a semejanza de los republicanos, de los empleos públicos  (VI, 119-120).

Esos son los partidos que siguen rigiendo hoy el país, y su esencia se mantiene inalterable, salvo para agravarse, asentada en falacias políticas. Dadas las normas imperantes, hoy la urgencia de echar de la Casa Blanca a Donald Trump ofrece al pueblo de los Estados Unidos una sola opción factible: que en las próximas elecciones —con respecto a las cuales se ve al desesperado Trump capaz de poner en práctica cualquier maniobra— gane Joseph Biden, otro político que es parte de la misma maquinaria, aunque pertenezca al partido rival del magnate que aspira a ser reelecto. A lo sumo, de Biden cabe esperar, si acaso, que sea menos horroroso que Trump, lo cual no le costaría mucho esfuerzo, pero sería muy insuficiente.

La Habana, 1 de agosto de 2020.

* Los números romanos y arábigos indican, respectivamente, el tomo y la página de las citas de José Martí en sus Obras completas editadas en La Habana entre 1963 y 1966, y con reimpresiones.

(Publicado en la página de Facebook del autor)

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