Jesús Arboleya - Progreso Semanal.- Apenas a 90 días de las elecciones, mucho menos en algunos estados donde está autorizado el voto anticipado, la situación del presidente Donald Trump se vislumbra muy complicada para obtener la victoria.


Si aún los observadores se muestran cautelosos en sus pronósticos, es debido a que faltan por ocurrir eventos importantes, como el nombramiento de la candidata demócrata a la vicepresidencia, las convenciones de ambos partidos, los posibles debates entre los candidatos y, sobre todo, porque aún ronda el fantasma del 2016, cuando las encuestas daban favorita a Hillary Clinton y finalmente perdió los comicios.

Sin embargo, esta vez los números parecen más contundentes que hace cuatro años. A estas alturas, en 2016, las encuestas mostraban una ventaja de solo tres puntos para la candidata demócrata, mientras que hoy, según el sitio Real Clear Politics, Joe Biden aventaja a Donald Trump por 7, 4 puntos a escala nacional y por 5,5 en los estados considerados decisivos.

Aunque el tono vociferante de sus adeptos, puede dar la impresión de que el apoyo a Trump domina el escenario político norteamericano, en realidad, la tendencia a estar en minoría nunca ha sido superada por el presidente. Eso es lo que se vienen reflejando desde 2016, las cuales no estuvieron tan lejos de la realidad, como algunos suponen, y bien discriminadas continúan siendo un instrumento indispensable para analizar lo que acontece en este tipo de procesos.

Acorde a los pronósticos de entonces, Trump perdió el escrutinio popular por más de tres millones de votos. Solo gracias al voto indirecto de los colegios electorales pudo ganar las elecciones y lo hizo con menos del uno por ciento de diferencia en los estados que resultaron clave. De mantenerse la tendencia que hoy se aprecia, los márgenes serán más difícil de superar a tan poco tiempo de los comicios.

El índice de desaprobación de Donald Trump alcanza el 55,9 % de la población, uno de los más altos de cualquier presidente en funciones antes de una reelección, y aunque ha logrado mantener el respaldo de buena parte de los republicanos, nada indica que este respaldo se haya incrementado, más bien se observan signos de deterioro en sectores indispensables para el presidente, como los hombres blancos no universitarios, el grupo de votantes que determinó su victoria. Por otro lado, es poco probable que se produzcan sorpresas en este sentido, toda vez que también han disminuido los considerados votantes indecisos, otro factor que influyó en los resultados finales de 2016.

Para que la masa de votantes que apoya lealmente a Donald Trump devenga crítica, dígase suficiente para ganar las elecciones, hacen falta niveles de participación muy bajos en los comicios. Por ello Trump se opone con tanta fuerza al voto por correo y a otras medidas que faciliten la participación de los votantes, teniendo en cuenta que la pandemia puede abstener a muchas personas de acudir físicamente a las urnas.

Más importante aún, vivimos en un momento excepcional, que no admite comparaciones con el pasado. Como me advirtió un amigo, ninguna encuesta realizada antes de la pandemia tiene credibilidad en las actuales circunstancias. Mucho menos en Estados Unidos, donde el impacto ha sido brutal, con muertes que superan a las ocurridas en cualquiera de las muchas guerras que ha enfrentado ese país y los contagiados siguen aumentando exponencialmente, como resultado, en buena medida, de la pésima gestión de la crisis por parte de Donald Trump. Apenas el 40 % de la población respalda la actuación del presidente en este sentido.

No se trata de culpar a Trump por una desgracia que era imposible evitar, sino por su falta de sensibilidad ante las víctimas y de liderazgo para establecer una estrategia nacional, capaz de cohesionar al pueblo alrededor de la disciplina y la solidaridad que hacen falta para lograr cierto control de la enfermedad. De hecho, se ha visto alterada la regularidad histórica de apoyar al presidente cuando están presente grandes amenazas, un recurso más de una vez utilizado por los presidentes en funciones para ganar una elección. El problema es que Donald Trump no ha sido capaz ni de formar a las tropas para el combate.

Se dice que estas serán las primeras elecciones, en largo tiempo, donde el tema de la economía no será determinante. Tal afirmación es cuestionable, toda vez que los efectos de la pandemia están muy relacionados con sus implicaciones para la situación económica de las personas. La economía continúa siendo una preocupación fundamental para los votantes y Donald Trump, que consideraba este aspecto su punto más fuerte de cara a las elecciones, ahora no puede estar en peor situación. El PIB ha descendido un 12 % en el último trimestre, su tasa anualizada se calcula al nivel record de un 32,9 % y el desempleo alcanza a 14 millones de personas.

Donald Trump contaba con que una reapertura anticipada de la economía produjera cierta explosión ocupacional que, incluso siendo relativa, proyectara la imagen de su genio administrativo. Ello explica su desenfreno para que los estados actuaran de esta manera, incluso mediante el estímulo a hordas de fanáticos armados para imponerlo. Sin embargo, el rebote tremendo que ha tenido la pandemia ha trastocado estos planes y ya parece que no habrá tiempo para que se produzca esta recuperación antes de las elecciones.

Todo esto ocurre en una sociedad convulsionada por la desigualdad, el racismo, la xenofobia y la violencia policial, donde el manejo presidencial ha sido exacerbar estos conflictos, en vez de tratar de aplacarlos. La intervención de tropas federales en algunos de estos conflictos, bajo la premisa de imponer la ley y el orden, que Trump asumió recibiría el apoyo de ciertos sectores de la sociedad como efectivamente ha ocurrido, también ha provocado un rechazo bastante generalizado, sobre todo, porque el objetivo de imponer la tranquilidad no ha sido logrado. Volviendo a las encuestas, el 57 % de los blancos rechaza esta decisión y de la misma manera piensa el 83 % de los latinos y el 92 % de los afrodescendientes.   

La lógica de Trump siempre ha sido divide y vencerás, alentando incluso revueltas contra los gobiernos locales demócratas, pero el resultado ha sido fortalecer y unificar a este partido, que muestra uno de sus mejores desempeños de los últimos años. Ello contrasta con el estado de la campaña de Trump, donde ha sido necesario sustituir a sus principales ejecutivos y han sido dadas a conocer investigaciones federales respecto al mal manejo de los fondos, que involucran a los propios hijos del presidente. Está claro que Joe Biden no es el candidato idóneo de los demócratas, pero las próximas elecciones son sobre Donald Trump y apenas importa el oponente. No deja de ser ilustrativo que Biden esté ganando la campaña sentado en su casa, mientras Trump se despotrica tratando de convocar actos públicos, propensos a infectar a sus propios electores.

Algunos opinan que, incluso perdiendo, Donald Trump tendrá un peso importante en el futuro del partido republicano. Sin embargo, aunque ahora goza de un innegable apoyo, no se puede decir que Trump es un líder natural de los conservadores republicanos: no es un hombre religioso, que aboga por el respeto a los valores tradicionales o defensor legítimo de los trabajadores, ni siquiera es un convencido de las virtudes del sistema, cuyas reglas ha tratado de violar toda su vida.

Tampoco es una persona que transmita honestidad y nada, en su historia personal, convence de que sea un patriota. Sus propias características personales no contribuyen al sostenimiento de un apoyo de cara al futuro, cuando sea un hombre común. No hacía falta el libro de la sobrina, para saber que estamos en presencia de una personalidad enfermiza. Él mismo lo reconoce: “Nadie me quiere, debe ser mi personalidad”, acaba de decir en una conferencia de prensa.

El culto a Trump, es el culto al poder que convirtió en profeta al fariseo, para proteger los privilegios de la clase media blanca norteamericana e imponer sus valores al resto de la sociedad. En la medida en que este poder se debilite, lo más probable es que Donald Trump sea abandonado a su suerte y nada bueno le espera cuando deje de ser presidente, porque tiene muchas deudas pendientes y muchos enemigos para reclamarlas.

Ya se observa el distanciamiento de un establishment republicano que nunca lo aceptó a gusto y que ha tenido que soportar sus desplantes e insensateces. Según la prensa, las contribuciones de los principales donantes republicanos están cada vez más dirigidas a fortalecer las campañas senatoriales, también amenazadas por el avance demócrata; Mitch McConnell, presidente de la mayoría en el senado y, hasta ahora, firme aliado de Trump, ha dado instrucciones a los candidatos republicanos de alejarse del presidente si lo consideran necesario, así como fue unánime en el cuerpo político del partido el rechazo al comentario de Trump de posponer las elecciones. Incluso el senador Marco Rubio, que evolucionó de enemigo a súbdito del presidente, con arrogancia descalificó las declaraciones de Trump en este sentido.

Los políticos conservadores republicanos son conscientes de que después de haber polarizado el país a niveles que algunos comparan con la Guerra de Secesión y enfrentados a la emergencia de un movimiento de izquierda que ha condicionado la agenda de los demócratas, una derrota contundente en las próximas elecciones podría tener consecuencias relevantes para el balance de las fuerzas que rigen el país. Por ello, no es de esperar que se produzca una estampida de los políticos republicanos antes de las elecciones, pero ya muchos hablan de pensar en el diseño de la era postrump.   

Es cierto que este análisis de las principales variables que hoy inciden en el proceso electoral norteamericano, puede verse trastocado por un milagro, incluso provocado por un hombre que tiene mucho poder, y eso determinar la victoria de Trump en los próximos comicios norteamericanos. Pero ante esto no hay nada que hacer, presagiar milagros no es mi oficio.

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