Guille Villar - Granma.- En Cuba, sin negar para nada el obligado reconocimiento profesional, el hecho de que lo mismo un barrendero que una doctora o un campesino, sientan al músico como algo muy suyo, no tiene precio. Desechar el incalculable valor de ese cariño es tirar por la borda el aliento nacido de la savia popular, sin el que no es posible creer en los triunfos


Uno de los momentos que más nos conmociona de las Olimpiadas es contemplar a nuestros atletas en el podio de premiación con sus medallas a cuestas y entonando el Himno Nacional. Los músicos, aunque no suben al podio, cuando reciben premios saben que llevan consigo uno todavía mayor: el reconocimiento del pueblo que los admira. Este sentimiento está mucho más allá de merecidos premios Grammy, de numerosos Discos de Oro obtenidos por las altas cifras de fonogramas vendidos, e incluso llega a ser más importante que tocar en exclusivos escenarios de Norteamérica o Europa.

Cuando un artista cubano es capaz de alcanzar semejantes reconocimientos, guarda consigo esa sensación indescriptible que implica sentirse respetado por el pueblo en que nació, el mismo que contribuyó en su formación como profesional. Se trata de la conceptualización de valores morales que engrandecen no solo la espiritualidad de los admiradores, sino que al mismo tiempo desbordan la humanidad del músico como persona.

Por eso cuando en esta isla del Caribe, en la que por sus dotes profesionales sobresale algún músico, sentimos un orgullo del que casi nunca se habla, porque lo que se sabe no se comenta.

Ese orgullo patrio nos hace sentir que los cubanos somos capaces de sacar al mundo figuras magistrales en cualquier profesión, ya sean músicos, bailarines o científicos, entre tantas otras. Pero cuando esa elemental confianza depositada por el pueblo es traicionada, asistimos al dramático extravío del amor por la nacionalidad, el imprescindible soporte en que se apoya el talento y el virtuosismo del músico, su apoyo emocional.

En momentos donde se decide la supervivencia de nuestra nación frente a la amenaza de una potencia extranjera, la cuestión no se trata de asumir simplemente una  posición política determinada, –que pudiera ser respetable dado que no todos pensamos necesariamente igual– pero ahora mismo apoyar a quienes están dispuestos a cometer la mayor infamia inimaginable para derrotar a la Revolución, implica jugar del lado de nuestros enemigos, de los que quieren ahogar con sangre y fuego la resistencia del pueblo cubano.

En una sociedad donde funciona el dominio del mercado, muchos músicos se sienten estimulados en su vida personal por la acumulación de cifras que indican un rango de valoración típico de ese sistema. Sin embargo, en Cuba, sin negar para nada el obligado reconocimiento profesional, el hecho de que lo mismo un barrendero que una doctora o un campesino, sientan al músico como algo muy suyo, no tiene precio. Desechar el incalculable valor de ese cariño es tirar por la borda el aliento nacido de la savia popular, sin el que no es posible creer en los triunfos.

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