En la sociedad civil y en la sociedad política se está a la vez
Iramís Rosique Cárdenas - La Tizza
En febrero pasado nació La Comuna. Hasta ahora no deja de ser un objeto político no identificado que irrumpe en la Cuba de hoy y genera más interrogantes que certezas.
De sí misma ella dice ser un mecanismo de articulación, un foro de coordinación política entre la Unión de Jóvenes Comunistas y todo un segmento de militancias y activismos que se identifican de izquierda y desbordan los márgenes de esa u otra organización tradicional.
La obsesión estadocéntrica que ha caracterizado a buena parte del pensamiento político cubano en su historia, y a los sentidos comunes que sobre la política se han asentado, suele concebir el reconocimiento estatal entendido en un estrecho sentido gubernamental como la fuente y el horizonte de toda práctica y todo esfuerzo.
Se lee entonces La Comuna como una simple conquista de la sociedad civil, como el medio para satisfacer una necesidad política o jurídica de esas emergencias y de esas alteridades externas a lo oficial, a «lo de verdad». Si bien la construcción de los significados de La Comuna, aún en buena medida un no-lugar, deben construirse en la práctica revolucionaria que ella sea capaz de producir, es importante también disputar desde las prácticas discursivas y teóricas esos esclarecimientos, sus sentidos posibles y el modo en que son construidos. Sobre un modo específico de comprender la dimensión política de la sociedad civil revolucionaria, y de una de sus expresiones, La Comuna, versa este texto.
El liberalismo comprende la sociedad civil como un listado interminable de ONGs, como el reino de todo aquello que permanece libre de la «suciedad del Estado», como el aséptico espacio de la autonomía de las buenas gentes en el que los «malvados políticos» no hacen de las suyas. De este modo se levanta un cordón sanitario, un muro de contención entre los gobiernos —la sociedad política, fuente de todo mal y toda corrupción— y el mundo de lo privado —la sociedad civil, fuente de todo bien—. Con estos sentidos y no con otros se usa constantemente el término «sociedad civil» en buena parte del debate político cubano. La derecha lo esgrime de manera sistemática pues, al parecer, todo conflicto en Cuba se reduce al enfrentamiento entre una cándida e indefensa sociedad civil y un pérfido Estado totalitario.
Por desgracia también el campo de la Revolución, o una parte no despreciable de él, cuando entra en la discusión sobre la sociedad civil lo hace en los términos del liberalismo, que es en los que la contrarrevolución plantea el problema. Entonces se reproducen todas esas dicotomías como lo estatal/lo no estatal, sociedad civil/sociedad política, lo institucional/lo alternativo, entre otras. Esa discusión interpela específicamente a La Comuna, toda vez que ella sea pensada, y sus sentidos se intenten construir desde esas dicotomías y esas concepciones de la sociedad y de la política.
Deudoras de esta óptica son las comprensiones que conciben a los espacios emergentes o alternativos como externalidades con respecto a la propia Revolución, la cual se entiende, a su vez, condensada y cristalizada en los actores tradicionales de su sistema político. No puede esta noción sino oscurecer las dinámicas y los desafíos del campo revolucionario, y dar pie tanto a posturas de provincianismo político, de conservación y defensa a ultranza de la experiencia concreta, de «mi pedacito», como a otras posturas esta vez instrumentales u oportunistas que no ven en lo nuevo que se funda, en La Comuna, sino un medio para sacar provecho de una relación entre extraños. Todas estas confusiones producen las concepciones liberales del Estado, la política y la sociedad civil. Pero, ¿cómo entendemos de un modo marxista, comunista, este problema?
La distinción que hace el liberalismo entre sociedad civil y sociedad política no cae del cielo ni es una tontería o un engaño. Hace unos meses un amigo me preguntaba, con motivo de una tarea escolar, si existía la sociedad civil en las sociedades anteriores al capitalismo. Si entendemos la sociedad civil como el espacio de la (auto)organización de las personas, como el ámbito de lo privado, en oposición a lo público, podríamos decir que las zonas aparentemente privadas de la vida como la familia o el culto o las asociaciones de individuos siempre han existido. No obstante, no es sino en la modernidad capitalista cuando el pensamiento social produce una categoría como «sociedad civil». ¿Estaba o no estaba ya eso ahí? ¿Nadie lo vio antes?
Lo público y lo privado siempre han existido en las sociedades civilizadas, pero no siempre se han presentado ante los ojos de la gente como dos esferas autónomas e independientes. Esta escisión, esta fragmentación del todo social, es un efecto de la universalización de la forma mercancía, un rasgo propio de sociedades en las que el mercado es la institución que estructura todas o la mayoría de las relaciones sociales.
En la sociedad feudal europea la condición de productor campesino es indisoluble de la condición de siervo de un señor feudal y de la de cristiano: todas otorgan la pertenencia a una comunidad política, económica y espiritual, fuera de la cual nada existe a no ser el pecado, la muerte y la condenación eterna. En estas sociedades en que las relaciones entre los seres humanos se dan de forma directa, atravesadas por relaciones de subordinación y dominación explícitas, la política difícilmente puede presentarse como un espacio ajeno, aislado, fragmentario, de la vida cotidiana.
En la sociedad capitalista el mercado es un mediador de las interacciones entre los individuos. Cada uno asiste a él como propietario privado a enfrentar sus posesiones con el resto de miembros de la comunidad. En otro lugar decíamos que el mercado proyecta una imagen de la sociedad donde las personas aparecen como en las celdas de un monasterio y solo se pueden comunicar entre sí mediante el servicio de un mensajero que es el mercado.[1] Esta condición estructural al modo de producción capitalista es la causa fundamental de la percepción fragmentada que posee el pensamiento social liberal sobre las sociedades modernas, las que se le aparecen como conjunto de esferas autónomas: por un lado, la ciencia; por otro, la economía o la política o la vida privada de los individuos. No en balde, acostumbrado a tomar el rábano por las hojas, el liberalismo entiende la sociedad política y la sociedad civil según lo que ellas aparentan ser: dos «cosas» independientes, separadas y mutuamente excluyentes.
El comunista italiano Antonio Gramsci dice que la distinción entre la sociedad política y la sociedad civil, si bien puede hacerse metodológicamente, no es una distinción orgánica.[2] Pero ¿qué significa esto? En las sociedades modernas los dispositivos de dominación (y de resistencia) que despliegan las clases en su enfrentamiento trascienden los espacios formalmente políticos. Las distintas manifestaciones de praxis social, en cualquier esfera de la vida, terminan teniendo consecuencias en el orden político vigente, ya sea contribuyendo a su reproducción o a su impugnación. En este sentido, adquiere especial validez la idea gramsciana de ampliación del Estado, de un orden de clase que se extiende más allá del puñado de instituciones gubernamentales que lo dicen representar, y atraviesa el todo social.
Por otro lado, los sujetos colocados a una u otra posición del cordón sanitario civil/político no son unidimensionales. Podríamos pensar, por ejemplo, en el Ministerio de Salud Pública. El sentido común que sobre la sociedad civil se ha construido nos indica que ese ministerio, al ser una institución gubernamental no tiene nada que ver con la sociedad civil. Quizá el Ministerio de Salud Pública en su condición de ministerio, encargado de la ocupación de administrar los servicios de salud en la República, no funcione como representante de la sociedad civil. Pero el MINSAP, además de ser un ministerio, es un centro de trabajo en el que se gesta determinada cultura institucional, en el que se dan determinadas relaciones entre los individuos, en el que se promueven determinados valores y se proscriben otros, en el que se construyen sensibilidades y sentidos comunes, y desde esa óptica el MINSAP no es muy distinto a una iglesia, a un club de natación o a una empresa privada. Si vemos el ejemplo del presidente de la República podríamos hacer un razonamiento similar: en tanto jefe de Estado forma parte de la sociedad política; pero, al mismo tiempo y en la misma persona, es padre, esposo, vecino, amigo, amante de un género musical dado, o practicante de un deporte determinado.
Y las iglesias evangélicas fundamentalistas, ¿son mera e inocente sociedad civil o son también instancias políticas?
En la sociedad civil y en la sociedad política se está a la vez, todo el tiempo, pues son dimensiones diferentes de lo mismo, de un Estado determinado. El italiano llega más lejos al insinuar que incluso determinadas prácticas y formas sociales pueden ser, en oposición al Estado vigente, estados potenciales, estados en ciernes. Por eso algunos compañeros decimos a la contrarrevolución: «ustedes también son estatales, pero de un estado en potencia que no dejaremos regresar».
De este modo de comprender el asunto se desprende que La Comuna, y en general el campo revolucionario cubano, no pueden ser explicados en términos de falsas dicotomías como lo institucional y lo no institucional. No existe verdadera distinción entre lo establecido y lo alternativo. Tanto los colectivos y espacios que se reúnen en torno a La Comuna, como la propia Unión de Jóvenes Comunistas y el resto de la institucionalidad oficial, son resultados del desarrollo político de la Revolución cubana y sus acumulados. Sin revolución socialista ni habría UJC, ni habría probablemente ninguna de las otras experiencias que con ella se articularon en febrero.
La única distinción que vale, en última instancia, es la que se da entre lo revolucionario, lo que contribuye a profundizar el socialismo, y lo reaccionario que contribuye a liquidarlo; entre lo revolucionario y lo retardatario; entre lo revolucionario y lo burocrático; entre lo revolucionario y lo inmovilista. Esas y no otras son las separaciones sobre las que se puede levantar una lectura apropiada de un fenómeno como La Comuna, y la construcción de futuros posibles. Desde adentro de las organizaciones históricas y del gobierno, identificados superficialmente a menudo como el absoluto reino de lo viejo, se dan todo el tiempo prácticas renovadoras y radicales de la política revolucionaria que pugnan con otras menos radicales e, incluso, no revolucionarias. Así mismo, desde la supuesta frescura de los espacios emergentes puede reproducirse lo más rancio, gris y pútrido de las mentalidades burocráticas, dogmáticas y mediocres.
La Comuna solo puede construirse entonces, si queremos que los esfuerzos no sean en vano, como un espacio en el que las prácticas más revolucionarias que «desde afuera» se ensayan, se hermanen con las que «desde adentro» pelean, para contribuir a la consolidación de un bloque histórico nuevo que, recogiendo los fragmentos del espejo que fuimos, prefigurando las prácticas de lo que podemos ser, y devolviendo la confianza en el porvenir, pueda salvar y perpetuar la voluntad de este pueblo de ser libre.
Notas
[1] «El mercado aparece como un portal que comunica instancias aisladas de la producción. Podemos decir que el mercado proyecta una imagen de la sociedad en la que las personas aparecen como en las celdas de un monasterio y solo se pueden comunicar entre sí mediante el servicio de un mensajero que es el mercado. No es casual que haya sido en la modernidad capitalista cuando se desarrolló la noción actual de individuo y el individualismo como doctrina.» Iramís Rosique: «Impugnación y disputa en el socialismo cubano», en La Tizza, 7 de febrero de 2022 (https://medium.com/la-tiza/impugnaci%C3%B3n-y-disputa-en-el-socialismo-cubano-b11f9e4c0bfd).
[2] «El planteamiento del movimiento del librecambio se basa en un error teórico cuyo origen práctico no es difícil identificar; en la distinción entre sociedad política y sociedad civil, que de distinción metodológica es convertida en distinción orgánica y presentada como tal.» (Antonio Gramsci: Cuadernos de la Cárcel, Tomo 5, pp. 41, Ediciones Era, Puebla, 1999).