Ilustración de Michel Moro.


Michel E Torres Corona - Cubadebate

Toda identidad nacional se va construyendo sobre la base de valores y antivalores, de binomios antitéticos que en su contradicción dialéctica van forjando una forma específica de existir en colectivo: revolución y reacción, libertad y opresión, independencia y anexión, solidaridad y egoísmo.

La preponderancia que ganen unos u otros elementos en esos binomios definen en buena medida lo que pudiéramos llamar, románticamente, el «espíritu del pueblo».

Con el amor y el odio también se puede establecer esa contradicción que, latente aún en nuestra forma de asumirnos como cubanos, produce sentidos e interpretaciones distintas de cómo debemos ser, tanto a nivel social como en la dimensión subjetiva.

Ese binomio antitético, amor-odio, también gana especial relevancia en la esfera de lo revolucionario: ¿qué hace a una persona parte de la Revolución, su capacidad de amar o su capacidad de odiar?

En Martí, cuyo ideario es medular para la identidad cubana, hallamos una constante preocupación por el binomio amor-odio. Ya en su poema adolescente, Abdala, establece una relación causal-funcional entre ambos términos: El amor, madre, a la patria / No es el amor ridículo a la tierra, / Ni a la yerba que pisan nuestras plantas; / Es el odio invencible a quien la oprime, / Es el rencor eterno a quien la ataca (…)

Muchos años después, sin embargo, en un artículo publicado en el periódico Patria, el 21 de mayo de 1892, escribiría una sentencia que ha trascendido hasta hoy: «Los hombres van en dos bandos: los que aman y fundan, los que odian y deshacen»; a la que agregaría luego: «Y la pelea del mundo viene a ser la de la dualidad hindú: bien contra mal».

Tras su amarga experiencia en las canteras de San Lázaro, Martí confiesa que no sabe odiar, y luego, cuando organiza la Guerra Necesaria, hace énfasis en que tendría que ser una guerra sin odio. ¿Quiere decir que Martí renegara de ese sentimiento?

Para él: «De odio y de amor, y de más odio que de amor están hechos los pueblos; pero el amor como sol que es todo lo abrasa y funde». El odio estaba ahí, pero la guía debía ser el amor, sobre todo porque el Apóstol no pensaba en las batallas sino en la victoria, que daba a los cegados por el odio la oportunidad de la indigna venganza. Y no era por venganza que se llevaba a Cuba a la guerra sino por justicia.

En su famoso mensaje a la Tricontinental, en el cual se enarbolara la consigna de crear muchos Vietnam, el Che Guevara habló del odio como factor de lucha, en tanto «un pueblo sin odio no puede triunfar sobre un enemigo brutal». La terrible asimetría entre la resistencia de los cubanos y la agresividad imperial –otro binomio antitético– signaba la necesidad de hallar en esa situación de vejamen las fuerzas para revertirla.

No obstante, en su igual de famosa carta al editor del semanario uruguayo Marcha, conocida como El socialismo y el hombre en Cuba, el Che escribiría: «Déjeme decirle, a riesgo de parecer ridículo, que el revolucionario verdadero está guiado por grandes sentimientos de amor. Es imposible pensar en un revolucionario auténtico sin esta cualidad».

¿Incoherencia? Para nada. El odio puede ser un factor de lucha, pero nunca la brújula del revolucionario.

A cada rato volvemos, como pueblo, a pensar y a reformular ese binomio antitético de amor-odio. Si miramos en nuestra historia, entenderemos que esa contradicción dialéctica no anula a ninguno de los términos que engloba, pero sí existe para el amor una preponderancia, desde la ética. Si abjuramos del odio, seremos débiles, mas si dejamos que nos guíe, perderemos el rumbo, nos enfermaremos de resentimiento. Seremos, en una palabra, odiadores: seres que, sencillamente, son incompatibles con el espíritu del pueblo cubano, con la cualidad revolucionaria que ha sido siempre su estadio más alto.

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