"La designación de un secretario de Estado con un alto perfil ideológico como Marco Rubio, senador de origen cubano defensor de la línea dura hacia Cuba, Venezuela o Irán, y de marcado carácter belicista, plantea un futuro más bélico e intervencionista que aislacionista", escribe Arantxa Tirado.
Arantxa Tirado
La Marea
El pasado 5 de noviembre, Donald Trump venció, por segunda vez, aunque no consecutiva, las elecciones presidenciales en Estados Unidos de América (EE. UU.). Su victoria es contundente. Además del voto popular, que no ganó en 2016 frente a Hillary Clinton, el Partido Republicano, al que representaba, se ha hecho con el control del Senado y tiene también mayoría en la Cámara de Representantes. Con estos resultados electorales, Donald Trump puede controlar todos los poderes del Estado.
Si en 2016 sonaron las alarmas después de su llegada al Gobierno de la, todavía, principal superpotencia mundial, este 2024 asistimos a la consolidación de un liderazgo que ya nadie puede considerar una excepción histórica. La reelección de Trump lo confirma como el síntoma de una enfermedad no resuelta cuyo origen se encuentra en los mismos fundamentos del sistema y en sus impactos en la sociedad que le vota. Donald Trump no es una anomalía de la democracia estadounidense; es, más bien, el resultado lógico de un sistema democrático que obtura las posibilidades de una salida en clave emancipadora a las desigualdades crecientes que su propio modelo económico capitalista genera. Como Milei en Argentina, Trump no es antisistema, Trump es un producto natural del sistema, sólo que en su fase de descomposición.
El fenómeno Trump, el trumpismo o el trumperialismo, son diferentes modos de referirse a algo que va más allá de una persona o su personaje. Donald Trump encarna un movimiento de época que, aunque tiene paralelismos con el surgimiento del fascismo en los años 30 del siglo XX, debe ser analizado como una nueva forma política, como recalca Miguel Urbán en su libro Trumpismos. En el trumpismo se combina autoritarismo con neoliberalismo revestido de proteccionismo, negacionismo climático, teorías de la conspiración, fanatismo religioso, batallas culturales contra lo woke, nacionalismo supremacista, instrumentalización de la clase obrera autóctona, políticas antiinmigración, individualismo, desregulación selectiva, extremismo discursivo y el liderazgo moral de una internacional reaccionaria que aglutina fuerzas políticas diversas por todo el planeta.
Nadie en EE. UU. puede afirmar que no sabía por quién votaba. Ahora bien, hay una gran diferencia entre votar a Donald Trump como expresión de un rechazo a un Partido Demócrata gobernante, asociado con la inflación, el apoyo al genocidio en Gaza o visto como representante de unas élites alejadas de los problemas de las clases populares, que votar a Donald Trump por mera convicción con los valores que representa. Aunque el resultado electoral sea el mismo, las motivaciones no lo son y ahí radican, en parte, las claves para explicar el regreso de Trump, que no están tanto en los méritos alcanzados en su primer mandato sino en los errores del Partido Demócrata.
Como explicaba antes de las elecciones el periodista Dan Kaufman, el Partido Demócrata no sólo se ha negado a reconocer las desigualdades, económicas y de poder, de la sociedad estadounidense en las últimas décadas, sino que ha contribuido a ellas, generando una sensación de traición entre amplios sectores de la clase obrera, su base electoral tradicional. Bernie Sanders, el único líder demócrata que fue capaz de canalizar ese descontento, y que fue arrumbado en su propio partido por sus posiciones de izquierda, lo expresó claramente tras el 6 de noviembre: “No debería sorprender que un Partido Demócrata que ha abandonado a la clase trabajadora descubra que la clase trabajadora los ha abandonado”.
Por tanto, votar a Donald Trump ha sido votar por un cambio de rumbo. Un cambio de rumbo no desconocido del todo pero que abre un horizonte ignoto en esta nueva coyuntura. Los nombramientos que Trump está anunciando en estos días van dando pistas de las políticas que puede adoptar esta segunda administración y de sus alianzas con determinados sectores económicos de un nuevo establishment emergente. Destaca la designación del magnate Elon Musk para dirigir, junto al también multimillonario empresario ultraliberal Vivek Ramaswamy, un eufemístico Departamento de Eficiencia Gubernamental que promete convertirse en el “Departamento Motosierra” de los recortes administrativos.
Este “desmantelamiento de la burocracia gubernamental” que se propone Trump está recogido en el polémico Project 2025 diseñado por el think tank ultraconservador The Heritage Foundation. En él se propone la aplicación de la gestión empresarial a la administración pública para “optimizar recursos” pero también un proceso de sustitución de la burocracia existente por nuevos fichajes que puedan demostrar lealtad a Trump. Cabe recordar que una de las batallas principales que libró como presidente en su anterior mandato fue con los sectores del “gobierno permanente” o “Deep State”, singularmente en el Departamento de Estado.
Aquí, y en el Pentágono, donde se concentran los intereses del complejo militar industrial que gobierna de facto EE. UU., Trump encontró oposición a muchas de sus erráticas decisiones en materia de política exterior o de defensa, con su voluntad de recortar el gasto bélico y su falta de análisis estratégico. Algunos funcionarios, exasperados, trataron incluso de reconducirlas con peculiares métodos, como relata Bob Woodward en Miedo. La designación de un secretario de Estado con un alto perfil ideológico como Marco Rubio, senador de origen cubano defensor de la línea dura hacia Cuba, Venezuela o Irán, y de marcado carácter belicista, plantea un futuro más bélico e intervencionista que aislacionista. Pero la combinación de estos factores con la parte prosaica del Trump millonario, a priori contradictorios, promete una nueva gestión más empresarial, de profundización de la privatización, subcontratación y externalización, a la hora de acometer las guerras o emprender acciones de cambio de régimen en la periferia.
Además, la continuidad de la guerra comercial con China, seguida también por Biden, para impedir que su principal competidor estratégico les sobrepase en el ámbito tecnológico, augura un futuro de guerra por mercados y recursos. El declive hegemónico de EE. UU., que Trump llega a acelerar, promete una transición geopolítica en el liderazgo del sistema internacional caracterizada por la guerra. Siempre ha sido así, pero la actual coyuntura plagada de focos bélicos, y un genocidio sin frenos de Israel en Gaza, que esta nueva administración va a seguir respaldando como ha dejado claro con los nombramientos de connotados sionistas como Mike Huckabee o Elise Stefanik, no auguran buenas noticias para la paz mundial. Puede que se acabe el enconamiento con la Federación de Rusia pero va a ser sustituido por el conflicto, cada vez más abierto, con la República Popular de China por la hegemonía mundial.
El Trump que llega a la Presidencia en 2024 y se convertirá en el 47 presidente de los EE. UU. ya no es un Trump novato en labores gubernamentales. Su experiencia previa le garantiza un mejor conocimiento de los intríngulis del poder y una presumible mayor capacidad para lidiar con esos sectores que le adversan. Tampoco es el mismo Trump que hace ocho años: ha pasado por un impeachment, varios procesos judiciales, alguna condena y dos intentos de asesinato. Tiene 78 años, un sector mayor del establishment que le apoya, un mercado que le aplaude, el mando de la mayor potencia mundial, el mesianismo de los grandes líderes y poco que perder, salvo la vida.
Trump parece estar de vuelta de todo. Su irreverencia discursiva, y su retórica ofensiva, no siempre acompañada de hechos coherentes en 2016, amenaza con ir mucho más allá en este nuevo mandato. Pero habrá que ver hasta qué punto Trump es capaz de llevar a la práctica la mayor parte de sus propuestas sin hacer colapsar, todavía más, el sistema que dice llegar a salvar. Una parte del mundo, y de su propio país, observa con preocupación las consecuencias de que EE. UU. deje de liderar el orden internacional basado en normas y parezca indiferente en la defensa del orden liberal.
La reemergencia de Trump se puede considerar, sin duda, un síntoma del declive de la hegemonía liberal que parecía imponerse en el mundo después de la Guerra Fría. En su defensa, cabría apuntar que el descrédito de dicha hegemonía o la obsolescencia de ese orden no es culpa de Trump. Trump la refleja, en todo caso. Son los mismos valedores de ese orden los que, con la distancia abismal entre sus discursos y los hechos -algo que comparte Trump como buen hijo del liberalismo estadounidense-, lo han socavado. Trump llega para ponerle la puntilla, pero las contradicciones ya estaban ahí y son las que han propiciado su victoria.
Hace más de un siglo, la revolucionaria Rosa Luxemburg sentenciaba: socialismo o barbarie. Esas palabras resuenan, hoy también, mientras vemos implosionar el orden liberal. Qué tanto Donald Trump se va a sumar a la ola iliberal que desde el propio establishment estadounidense se viene denunciando como uno de los mayores desafíos a su hegemonía es una incógnita. A quienes ponen el grito en el cielo con el fin del liberalismo habría que recordarles que el liberalismo también produce monstruos, como se ha visto recientemente en Argentina con Milei o antes con Pinochet en Chile. Y barbarie, como demuestran el colonialismo o el imperialismo, del que EE. UU. es un ejemplo paradigmático. Para muchos agraviados por sus acciones en el Sur Global, no dejaría de ser un ejercicio de justicia poética que la principal superpotencia imperial, autoarrogado estandarte modélico de la democracia liberal, acabara convirtiéndose en un ejemplo del autoritarismo iliberal del futuro o, lo que es lo mismo, que Trump ayudara a demostrar que el emperador siempre fue desnudo.