Mauricio Escuela - CubaSí
El cierre de la agencia estadounidense para el desarrollo por sus siglas USAID ha destapado la caja de pandora de una verdad conocida a voces: la agenda globalista neoliberal falsamente progre era un engendro de los grupos de poder del Estado Profundo norteamericano. Dicho de otra manera, sin que ese sea su objetivo, Trump le ha dado un golpe a uno de los rostros visibles institucionales del llamado poder inteligente o blando a nivel global y provocó la caída de quienes desde hace mucho llevaban adelante la labor de guerra cultural. Entre las tareas de la USAID estuvo siempre la creación de estados de opinión en los cuales no solo se defendiera el interés de los Estados Unidos, sino incluso de cuestiones que estaban por encima del gobierno federal y que atañen a las familias y los estamentos corporativos. Por ello, en el caso de las agencias y de las ONG se estaba hablando desde hace tiempo de un Estado dentro del Estado, que a la manera de una comunidad de fe solo rendía cuentas a personas determinadas y a agendas muy bien definidas a corto, mediano y largo plazo.
Pero lo que Trump ha hecho es cortar uno de los brazos de la política exterior no porque le pareciera demasiado injerencista o nocivo al derecho internacional, sino porque escapa de su control y no está alineado con su propia agenda cultural conservadora, que va por otras vías y sostiene otras alianzas hacia el interior de la sociedad estadounidense. Trump se sirve de estamentos más en el orden del poder duro, empresarial y tecnológico, cuya esencia es el proteccionismo de mercado, la concentración de riquezas y el crecimiento. Por ello, los globalistas, con su agenda woke de corte dominador y sus comandos de control social les son ajenos. El presidente republicano entiende que su poder se ejerce de forma directa y sin máscaras y que el mundo aún posee una estructura de centro periferia en la cual los países industriales dictan sus políticas de tipo fiscal, comercial y de equilibrio. Pero los globalistas, con su percepción de la política desde lo posmoderno, lo cultural y lo social; saben que para sostener la noción de imperio esta debe diluirse en una herramienta suave que se adentre persona a persona y que cree las condiciones de un nuevo coloniaje desde las conciencias más allá de las armas y de la ocupación efectiva.
Cuando se colocan en una balanza ambas caras del poder, debe tenerse en cuenta que la batalla cultural que existe en Occidente y en los Estados Unidos, refleja la división interna del capital en un momento de crisis. La mimetización de las luchas sociales de la izquierda y la apropiación del discurso progresista por la agenda progre liberal son fenómenos que tienen que ver con mecanismos de autoconservación del poder que de alguna manera ha sido efectivos. Y es que la desmovilización, la confusión, las divisiones, le permiten al capital ganar tiempo y establecer comandos alternativos para que la acumulación de riquezas permanezca invariable en las mismas manos de hace siglos. Eso es lo que ha mantenido al sistema en su lugar y precisamente a ello se debe la actual ingeniería social que se lleva adelante. ¿Qué papel juega Trump en tal debate? Para el recién electo presidente la agenda cultural deviene en uno de los sucesos por excelencia que garantizaría su llegada al poder y el establecimiento de un movimiento, los MAGA. O sea, que en el laboratorio político post liberal en el cual se cuecen las ideas del trumpismo existe una noción de imperio y un proceder que se liga a la pervivencia del mismo, pero no va ello unido a una visión progre, ni a un mimetismo de la izquierda desde el liberalismo. Trump sostiene que es heredero de la Doctrina Monroe y que lleva adelante una cruzada anticomunista al estilo de la que en décadas de la Guerra Fría era el pan nuestro de cada día. Polarización y hegemonía en torno a un enemigo real o imaginario son los ingredientes de una política canceladora del debate y de tinte autoritario.
Quizás por eso, bajo la misma lógica iliberal, el presidente declaró el estado de emergencia cuando accedió al poder y con ese estatuto firmó gran cantidad de decretos, ello a pesar de que el espíritu de la Constitución es evitar dichos mecanismos evasores del equilibrio político. Para la agenda conservadora no tiene por qué haber justificación para ejercer el poder, sino que en su lógica está el cinismo de declarar como legítimo el uso de la fuerza, lo cual desnuda la esencia de un ente en crisis como los Estados Unidos. El post liberalismo no es otra cosa que eso, la conquista de objetivos de corte dominador por fuera de las estructuras liberales que ya no son funcionales. Y es que conceptos como el de democracia y libertad nunca fueron abstracciones más innecesarias para la élite en su desespero por restaurar la vieja estructura y no permitir que se den cambios sustanciales en lo que concierne al mundo.
En ese contexto, la USAID es vista como una agencia que no opera dentro de la geopolítica urgente del nuevo comando de poder y de la élite en ascenso. Se trata de una organización que se inscribe más en la lógica woke de dominación y que opera por sedimento y a partir de los años y de la creación de tribus locales vinculadas a intereses. Esa especie de caciquismo a veces hasta inconsciente es una actividad que llegado el momento crucial se moviliza en nombre de las causas del progreso, pero con la finalidad de establecer metas dictaminadas por la USAID. O sea, que, en la agenda globalista, el poder se construye desde una cultura de saturación y de penetración que se tiene que asimilar desde adentro. Si Trump habla abiertamente de apoderarse de Groenlandia y del Canal de Panamá, la agenda globalista operaría por asimilación de la cultura de los habitantes de dichos lugares y a partir de marchas y de peticiones ciudadanas que harían ver como "cool”", “progre” y liberal tal tipo de anexión. A esto hay que sumar la agitación y la propaganda que en más de una revolución de color se han llevado adelante y que trajeron la caída de gobiernos. Ucrania es una pieza que ha avivado el tablero del enfrentamiento geopolítico y su origen como conflicto internacional es la implantación de una revuelta de colores en 2014.
La USAID es parte de una lógica de poder que los conservadores no están dispuestos a llevar adelante, una que no se interesa por el Estado nación como tal, sino por la visión posmoderna de un Estado global deslocalizado en el cual se ejerce poder desde los comandos culturales en manos de los financistas de corte progre liberal. La división de las sociedades entre hombres y mujeres, entre homosexuales y heterosexuales y la creación de un enemigo al cual se le achaca todo mal (el patriarcado blanco); vendrían siendo las ingenierías sociales cuya base estaría en los votantes demócratas. Pero esa agenda, que ha demostrado su nivel de desgaste y estar ligada a las lógicas de expansión de las élites, dio paso al establecimiento de un poder más duro y directo, uno que habla abiertamente de superioridad racial y de odio a otras etnias. Y como tal no hay que ver una agenda desligada de la otra, sino como parte de un mismo organismo de poder global de corte occidental y post liberal. Un bando se opone al otro de manera simbólica y justifica la existencia de una guerra cultural en función de las elecciones y del manejo de las facciones de poder. Es un estilo posmoderno de polarización que se mezcla con la lógica del lobbismo y del pactismo liberal.
Y es que el post liberalismo (o post globalismo) no elimina los mecanismos tradicionales, sino que los usa solo cuando convienen y los niega cuando son propios de un ejercicio de la soberanía que no está alineado con las élites. Así, mientras el globalismo se realiza desde el centro de poder del Estado Nación norteamericano, aboga por la eliminación del Estado en los países subalternos a través de las medidas de recorte y de entrega de los recursos y de las empresas nacionales. Pero en toda esa lucha que es simbólica, existe un mismo interés, que es mantener el status quo del mundo posterior a Yalta y la geopolítica que se deriva de la existencia de un Estado Nación norteamericano fuerte, que es capaz de generar respuestas globales ante las amenazas a sus intereses. Este proceder iliberal no renuncia a la noción de monopolio y a la imposición de mecanismos en los cuales se expresa una lógica de poder clasista mundial, que hunde sus orígenes en la división de las riquezas. Pero en la reconstrucción del escenario de dominación no se escatima ni lo simbólico ni el uso real de la fuerza en caso de que sea necesario. Y Trump encarna tanto una cosa como la otra, como mismo lo hizo Biden.
El error es comprar las narrativas de los medios de Occidente, esos mismos que ahora evidencian que beben todos de un mismo origen de las subvenciones. La caída de la USAID quizás expresa la apertura de otros mecanismos con una lógica de guerra cultural que va a basarse más en el uso del poder directo. A nivel de narrativas los conservadores son fascistas, asesinos de libertades, dictadores. Y nadie duda de que todo eso esté formando parte de los ingredientes de los laboratorios políticos del poder ahora mismo; pero es que comprar totalmente eso es asumir que la agenda globalista es la meca del progreso, de la igualdad y de las metas compartidas. Y nada más lejos de eso, ya que mediante una complicada operación de rebote ideológico la masa de votantes va de un extremo al otro, sin que asuma entidad, ni esencia, ni agenda propia. El fin del activismo realmente independiente se expresa mediante la dependencia hacia los pagos de las agencias de desarrollo, que hunden sus ideales geopolíticos en el uso de las armas físicas y mentales en función del aprovisionamiento de las élites.
Más allá de lo que se nos diga a nivel discursivo, las agendas de poder de las élites poseen una expresión real en su articulación factual. Su verdadero color se define por aquello que están beneficiando a mediano y largo plazo, así como por las fuentes que les den recursos. No es una casualidad que el mundo que está surgiendo en torno a líderes como Putin no acepte la noción de libertad que impone Occidente desde esta conceptualización de lo diverso. Y es que, si solo comprendemos las cosas desde la literalidad de los medios de prensa y sus agendas, no vamos a adelantar una política que nos coloque en el plano de lo real y lo concreto. Comprar la batalla cultural a lo Miley es también asumir la lógica de poder de Biden y de la pseudo izquierda liberal. Y en esa sutileza se pierden quienes solo consumen el mensaje, sin preguntarse quién lo hizo, cuales fueron sus condiciones de elaboración y la finalidad.
La política no es un juego de buenos y de malos, aunque las películas con su lógica simplista hayan hecho ya la ingeniería social durante décadas. No son los rojos contra los azules, sino que en los matices y en las clases sociales, en la relación del hombre y de la mujer con el trabajo y la apropiación de dicha actividad transformadora; están las respuestas existenciales a la problemática posmoderna.
Es por eso que para entender el mundo de hoy no basta con el consumo de noticias o con estar en uno de los supuestos bandos en los cuales se divide la batalla cultural de Occidente, sino con comprender material y factualmente la realidad.