Abel Reyes Montero (Fotos: Ismael Batista) – Granma.- Alguien me sopló que eran hermanas, que habían trabajado durante casi dos años en el estado de Ceará, y que hoy terminaban su primera misión juntas. A decir verdad, no advertí parecido alguno entre ellas, pero igual me acerqué y charlamos unos minutos. En sus rostros las emociones se traducían constantemente: tal vez unas horas antes de aterrizar pensaban su próxima frase en portugués, y sentían lo que sienten muchas personas que hablan ese idioma en el país más extenso de América Latina.


Estaban tomadas de la mano, como una extensión de la otra en aquel pequeño salón del aeropuerto donde no cabía un alma más. Y su timidez no iba a juego con el mérito enorme de lucir sus batas blancas, sus batas impolutas y de regreso, como han hecho otros miles ante el reclamo de la patria. Una de ellas me dijo: «estoy feliz», y se encogió de hombros; la otra simplemente repitió el gesto, como si yo entendiera todo lo que ese ademán pretendía, o como si sobraran palabras en aquella entrevista de madrugada y de frío.

Las doctoras Surisadayy Lázara Rodríguez Leonás, dijeron adiós a centenares de pacientes en las favelas del noroeste de Brasil. Llegar a Cuba luego de practicar la medicina en los lugares menos favorecidos de ese país les duplicó la estatura profesional, pero dejó también un sinnúmero de recuerdos tristes, de nombres y de rostros de personas a las que no podrán ayudar más.

Esta dupla de hermanas cienfuegueras, antes colaboradoras en Ecuador y en Venezuela, aseguran que la experiencia en Brasil no tiene equivalentes en sus carreras como médicos. «Yo era la única doctora de mi destacamento, y todos los pacientes me decían que nunca antes un médico los había mirado a los ojos, porque sabían que ellos eran pobres».

La doctora Surizaday habla, incluso desde la zozobra, con aquella dulzura de las madres, como si no supiera hacer otra cosa que aliviar: el dolor, la fiebre, mi curiosidad, todo. «Atendí urgencias, sí, y a niños convulsionando, casos críticos que no podían llegar al hospital de Fortaleza, que era el más cercano. Vi de todo en estos dos años. Esa población es muy carente y nos necesita mucho».

Lázara, en cambio, se detiene a hablarme de lo cerca que siempre tuvo a su hermana, y del calor que la familia puede proporcionar cuando estamos fuera de la tierra nuestra. «Yo trabajaba con equipos computarizados y estaba sola en mi destacamento, y entonces la llamaba para preguntarle cosas y salir de muchas dudas. Ella me apoyó muchísimo en mi trabajo en la favela» decía apretando la mano de su hermana.

Durante la conversación me distraje examinando los detalles de las banderitas que traían en las manos. Reparé en el lema Ordem e Progresso; en el rectángulo verde, tan lejos del círculo azul que simboliza el cielo de Rio de Janeiro; en la pesadumbre que supone el color amarillo; en las 27 estrellas. También me detuve en el triángulo rojo y en las franjas azules y blancas, y en la estrella solitaria. Ellas hablaban desde el cansancio, dulcemente, hasta que solo quedamos nostros en la sala. «Siempre nos tuvimos cerca», fue la forma que encontraron para despedirse. Entonces, las banderas de Cuba y Brasil no lucían tan distintas. No mientras hondeaban en sus manos.

 

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